En artículos anteriores de esta serie sobre el componente emocional de nuestra vida profesional, hemos hablado de la “necesidad” de compararnos, las acciones que definen nuestra identidad, y de ciertos procesos que ocurren “entre la pantalla y la silla”.
Hoy hablaremos de expectativas y, sobre todo, de los mecanismos que utilizamos para generar esas expectativas, tanto de manera interna como el impacto que tiene en las que generamos y establecemos con otras personas. Hablaremos de optimismo y esperanza, de la diferencia de ambos y de cómo, al menos en mi caso, se confunden los términos continuamente con consecuencias potencialmente desastrosas para nuestra vida profesional y nuestra salud.
Generando expectativas
La famosa frase “un optimista es solo un pesimista mal informado” de Mario Benedetti implica que ser optimista asume que hay cosas que puedes no tener en cuenta. Nunca he estado de acuerdo con esta frase, pero, como otras, la había oído de vez en cuando y pensaba que podría ser un buen punto de partida para hablar de este tema, ya que siempre me he considerado un optimista.
Siguiendo con mi búsqueda de material, me fui al diccionario de la RAE a buscar las definiciones adecuadas y encontré algo muy interesante: Una persona optimista, es aquella “que propende (tiende) a ver y juzgar las cosas en su aspecto más favorable”. Esta definición no encajaba del todo con la idea que tenía yo de optimismo y seguí buscando hasta que me encontré con otra similar, pero con un matiz: Una persona esperanzada es aquella “que tiene la esperanza de conseguir algo”. Este último concepto me sonaba más parecido a la idea que yo tenía del optimismo y me hizo ver que llevaba muchos años equivocado, ya que lo que yo pensaba que era optimismo era esperanza.
Ser consciente de esa diferencia me hizo mirar atrás y descubrir que esa confusión había sido la causa de numerosos conflictos tanto a nivel profesional como personal durante muchos años. La razón es que, mientras que el optimismo busca la parte favorable a una situación, la esperanza no necesita estar basada en algo tangible para formarse, ni siquiera en una acción tomada por nuestra parte, sino que asume que “las cosas van a pasar”, lo que en psicología se denomina un locus de control externo.
Empieza a ser evidente en este punto que un exceso de esperanza poco calibrada genera expectativas irreales que pueden resultar imposibles de alcanzar, llevándonos a un nivel de frustración evitable.
¿Cómo calibramos la mezcla de optimismo / esperanza, así como sus antónimos pesimismo / desánimo? En mi caso, incluso sin ser consciente de esta diferencia, he estado trabajando durante estos últimos años en modular los extremos en lo que se refiere a emociones. Volviendo al primer artículo de la serie, proyecto, trabajo e identidad, hablábamos de las tres dimensiones que alcanza una tragedia, todo a medida, en todos los ámbitos y para siempre, es decir, llevamos las cosas al extremo en esos tres ámbitos.
Si le damos la vuelta al planteamiento, puede resultar interesante pensar que cuando vemos una situación con un tono positivo, ya sea porque ha ocurrido algo realmente bueno o porque tenemos la esperanza de que algo ocurra podemos pensar que está hecho para nosotros, que va a durar para siempre y que va a afectar a todos los ámbitos. En el momento que estas expectativas que hemos generado no se cumplen, nuestro mundo se desmorona y nos vemos como en “el cuento de la lechera”. Lo peor de estas situaciones es que la frustración, la rabia y la tristeza que se puede generar es evitable, ya que es el resultado del fracaso de un escenario que ni siquiera ha sucedido.
¿Qué tiene que ver esto con el desarrollo de software? Entendida la diferencia entre esperanza y optimismo, toca recordar, como le escuché a Scott Hanselman hace casi 10 años en esta charla que la esperanza no es una estrategia. Es importante, además, intentar separar la diferencia entre “creer que se puede hacer algo” y “esperar a que algo salga bien” ya que la primera idea está basada en datos y experiencia y la segunda no tiene por qué estar basada en nada.
Personalmente, el exceso de esperanza, que no de optimismo, ha sido y sigue siendo un limitante en mi vida profesional, provocando que estableciera expectativas internas y externas sin tener en cuenta restricciones y posibles contratiempos, asumiendo que todos los días iba a rendir exactamente de la misma manera y que podía enfrentar problemas diferentes con la misma claridad mental.
Estas expectativas, muchas veces irreales, tienen dos consecuencias opuestas. Me he visto a mi mismo quemándome las pestañas intentando terminar algo en un plazo que era irreal porque mi estimación no era correcta y “esperaba” poder tener una solución al problema en cuestión, cuando no había necesidad ni presión externa por solucionar ese problema en ese momento determinado.
La otra consecuencia que he podido experimentar es que, una vez establecida una expectativa, especialmente si es un proyecto grande y extendido en el tiempo, no puedo evitar que parte de mí entienda o crea que no va a poder ser y evito la frustración del fracaso evitando tomar decisiones al respecto, es decir, procrastinando. De más está decir que “esperar a que los problemas desaparezcan solos”, pese a que es algo común, no es una idea demasiado inteligente.
¿Qué podemos hacer al respecto? Para mí redactar este artículo me ha permitido reflexionar sobre la diferencia entre optimismo y esperanza. Mi siguiente paso es entender donde está la línea o la banda que separa ambos conceptos. Además, estoy utilizando este modelo mental para fijar expectativas internas y externas basándome en optimismo, más que en esperanza.
Esto implica, desde un punto de vista práctico, validar si los objetivos que me fijo a mi mismo o los compromisos que establezco con mis compañeros son realistas o son demasiado ambiciosos tanto en alcance o en tiempo.